Salió a la calle y no le importó. No le importó que con cinco grados de sensación térmica, el chico, el gran malabarista de su esquina, el malabarista de la vida, estuviera durmiendo entre cartones. No le interesó decir un mísero “buen día” a su vecina de ochenta años y ni se percató de que, después de toda una semana de lluvia, el sol volvía a brillar. No llegaba. Ya era tarde para preocuparse de esas cosas ínfimas que no cambian la vida.
Arribó a su trabajo, pasadas las nueve, y ya la pila de papeles lo pasaban, y el teléfono marcaba mas de cuatro llamadas en espera. Eran las diez, cuando pidió un café. El sabor amargo que le sintió, bien pudo haber sido dulce, mejor dicho el sabor que ni sintió, llevado por esa histeria rutinaria a la que llamaba “ganarse bien la vida”, porque había estudiado y el se la merecía, argumentando todos sus estudios y haciendo gran alarde de su buen inglés y de sus viajes por el mundo. Sin duda un hombre culto, con el que se podrían tener charlas de política, economía y todas esas cosas que entran en la categoría de aburridas pero de “gente importante y culta”, capaz de callar a cualquiera imponiendo sus opiniones.
Hora del almuerzo y no importa qué sino donde. La gente mira, y es importante mantener el alto perfil en todos lados. Se sentó en una mesa que daba a la ventana, en un restaurante, no importa cual, sino que importa el status social y la gente que lo concurre. Todos como él. Solos. Entonces, se sentó solo, sin más compañía que un jarroncito verde con flores naranjas y amarillas. Pidió su comida y se dispuso a esperar. Miró.
Por la ventana pasaba un chico. Le calculó unos treinta años, como él mas o menos. Alto, flaco, con el pelo enmarañado, una barba de mínimo dos meses sin afeitar y su vestimenta. Su vestimenta fue lo que mas le llamó la atención. Lucía una remera con dibujos psicodélicos, un pantalón verde musgo de jean, y unas zapatillas marca topper blancas, o grises, no supo distinguir claramente. “terrible” pensó y se rió para sus adentros. Hizo una rápida comparación, y en su interior él ganaba con una ventaja increíble. No tenia nada que envidiarle a éste que pasaba por la ventana tan feliz de la vida. “pobre” y fue lo último que pensó antes de tomar su tenedor y disponerse a comer sin sentir gusto.
Pasó todo el día entre papeles y firmas, cuando llegó la hora de volver a casa. Desgraciada y terriblemente en colectivo, ya que su auto, después del granizo de la semana había quedado mutilado. “mierda” pensó y preparó las monedas. Afortunadamente, aunque él ni lo pensó como tal, encontró un asiento disponible. Hacia años que no viajaba en colectivo y se sorprendió al ver que había dos pares de asientos que estaban ubicados al revés que los demás, de esos en los que la gente va de espaldas a la dirección del colectivo. En su pequeño asombro vio que dormido iba un muchacho al que le vio algo conocido. Era el mismo que horas atrás había sido examinado bajo su curioso, critico y amargo ojo observador. De nuevo la sensación de superioridad lo empapó. Él salía de trabajar con su maletín y su traje azul con su corbata haciendo juego; mientras que el otro dormía tirado, Dios vaya a saber qué hizo durante la tarde o con qué droga estuvo “jugando” mientras el atendía asuntos, según él, de vida o muerte. Pasaron las vías y el “hippie drogado” se despertó. Faltaba una parada cuando los dos se levantaron al mismo tiempo. Bajaron y solo diez metros alcanzaron para saber que el “oficinista superior” y el “increíble hippie” vivían en el mismo edificio. “¿Cómo fue que nunca vi a éste? ¿cómo puede ser que me perdí de reirme de este ridículo? ¿cómo no vi tanta desfachatez junta?” y se reía.
Pero mientras él pensaba todas esas cosas sin sentido, el chico de la remera psicodélica, que nada tenia de raro, se acercó al pequeño malabarista ,que ya empezaba a armar su improvisada casa de cartones, acharlar, a compartir parte de su tiempo con él.
En su rutina no estaba salirse de la rutina. Ni Siquiera para ayudar. Ni si quiera para sentirse mejor consigo mismo...
M.P
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